Revisando un poco mi personal experiencia de las Navidades, me percaté de mi real devoción a las ceremonias.
Viviendo en Belgrado, en plena época socialista (aunque ya a partir de 1981, post-Titísta), desde luego no celebrábamos la Navidad como tal. Al menos, no de manera oficial. Es interesante esa simbiósis que ha significado en mi vida el encuentro de un comunismo por herencia de mi padre con un catolicismo (igualmente por herencia) de mi madre. Además, a este crisol cultural que ha significado mi existencia, se le sumaba la tradición ortodoxa serbia, que aunque disimuladamente, existía en el subsuelo de la Serbia socialista.
Y aquí la cosa se pone un tanto más complicada todavía. Mi abuelo paterno es esloveno, y aunque comunista en sus buenos tiempos, en su educación y vida familiar, el catolicísmo se respiraba en muchas acciones cotidianas (no oficiales, pues). Así lo cuenta mi papá, quién dormía en la casa de sus padres en Novo Mesto, bajo un crucifijo tamaño exagerado, mismo que no nada más a él le echaba a andar la imaginación hacia horizontes propios del cine de terror. Esta pieza, parte de la herencia, esculpida en madera, pertenecía a su abuela, la original dueña de la casa familiar. Aunque mi abuelo militaba en el partido comunista de la entonces Yugoslavia de la posguerra (o preguerra, según se prefiera), y cualquier leve alusión a las costumbres religiosas (o que pudieran oler remotamente a ello) eran causa grave de un probable desplome de su carrera política en el servicio exterior, la visita al cementerio familiar en Novo Mesto los 2 de noviembre (Día de todos lo Santos, que desde luego sucede al Día de Muertos), y algunas otras coincidencias de la vida cotidiana (incluídas algunas maldiciones que intercalaba mi abuelo con sus históricas frases en italiano como, po ejemplo: Porca Madonna!, que aprendiera en Roma en su primer trabajo, y que de por sí inlfuenciaron el idioma esloveno sus vecinos, los italianos), marcaban claramente ese catolicismo ferviente del Imperio Austrohúngaro y la Europa occidental de varios siglos atrás.
Así, crecí yo entre el catolicismo moderado de mi mamá, el comunismo respetuoso de mi papá, una herencia católica del pasado de mi abuelo de un comunismo en ese entonces un tanto menos respetuoso, la ortodóxia serbia muy arraigada en la familia de mi abuela paterna y cuya tradición se perpetuaba en la figura de su hermana menor, mi tía Nada, quién ya vivía en lo Estados Unidos, misma ortodóxia reencontrada en las calles belgradenses de manera subterránea (y ni tanto) en la época de mi infancia, el calendario Juliano y el Gregoriano.
Así las cosas, nunca olvidaré que sin mayores explicaciones, los 24 de diciembre de cada año, mi mamá preparaba una pequeña cena en el departamento, sacaba frutas secas, nueces, almendras y algún terrón que ocasionalmente le enviaban de México y cantaba algún villancico mexicano (por que qué bonita canta mi mamá, eso sí. Con decir que toda la tradición de Cri-Cri y canciones de programas de TV para niños, los escuché primero a la hora de dormir de mi mamá, y que las versiones originales me decepcionaron de sobremanera). Con nuestra vecina del sexto piso (nosotros vivíamos en el quinto, en un edificio de Belgrado viejo), quién sí era una religiosa consciente de la ortodóxia serbia, iba mi mamá ese día a la Iglesia (ortodóxa, claro, pero decía que daba lo mismo para Dios, cosa que pienso yo también), y prendía algunas velas hechas de esa parafina típica de las iglesias ortodóxas, amarillas, delgadas, largas, unas para los vivos y otras para los muertos.
Luego (y no por voluntad propia, o sí, pero forzada), llegamos a México. Y con esa llegada, y esa necesidad férrea de adaptación, adoptamos el ritual de la Navidad mexicana. Una Navidad en familia, casi siempre en casa de mi tía Chati (la hermana mayor de mi mamá). En su casa enorme, perfectamente arreglada, con unos arboles como de centro comercial. Rodeados por la música perfecta, la comida más elegante que había yo probado jamás, trajeados todos, hasta nosotros - los niños de ese entonces. Sentados alrededor de la enorme mesa de aquel comedor semejante a lo que veía yo en revistas de alta alcúrnia: cada quién en un lugar específico, indicado éste con un letrerito con el nombre del comensal elegantemente incrustado en un portatarjetas en forma de pato hecho de plata. Y mi tía, puro amor, discursos, calor, el olor a las delicias. Y yo con el estómago retorcido. Nervioso hasta el límite. De aquella manera disfrasado y pendiente hasta el absurdo de mi mis modales, de los codos en la mesa, de los cubiertos, del pañuelo en el regazo, de no decir alguna barbaridad, de no estropear aquella atmósfera perfecta con alguna muestra clara de mi humanidad. Así, mis Navidades mexicanas quedaban eternamente ligadas a dolores de estómago y la comida deliciosa (en una dialéctica exquisitamente navideña). Terminando aquella ceremonia, finalmente llegaba nuestra pequeña familia a casa de mi abuela materna, que con el tiempo se convertía en nuestra casa, y ya en piyamas y cómodos, abríamos nuestros regalos, así en privado. Y así, nuestras Navidades, de los cuatro (mis padres, mi súper-hermana y yo) se simbolizaban por dos momentos emblemáticos: el día de la puesta del árbol de Navidad, mismo en el que teníamos que estar los cuatro (y la Lí, mi abuela, claro), para decorar la casa; y en la ceremonia micro-familiar de repartición de regalos de la casa. Lo anterior, desde luego, por que jamás nos alcanzaba para comprar regalos para toda la familia (cosa que gustosamente hubieramos hecho, de haberlo podido hacer), y también, por que nos reconocíamos diferentes: nuestros. Los cuatro así irremediablemente unidos por la fuerza del destino, solos en otro mundo... cómplices, al fin.
Y este año, la primera Navidad con mi nueva familia. Habiéndolo experimentado, me permito subrayar que la vida de una familia inicia realmente con la necesidad de reinvención de los ritos culturales en su seno. Nuevas, y a la vez tan viejas ceremonias. La Chascona y yo, con un rincón de la casa adornado con un "enorme" arbol de unos 40 cm de alto y un precioso nacimiento de barro, muy mexicano, regalado por mi mamá, la eterna veladora de la perpetuación de las ceremonias, cenamos esa noche nuestra ya clásica pasta "a la Durini", con un vino (que nos regaló otro mexicano "alemanizado", Arón, quién trabaja en el instituto de la Chascona), y al calor de la calefacción central observamos un rato el clima frío de la calle, en el Valle del Ruhr.
Mejor... imposible.