De André Bretón, en Arcano 17
"El órgano del amor humano resuena sobre el mar, su movimiento enteramente abstracto es devorado por la ciudad, por el sol de medianoche abriendo, aunque sea en un tugurio, las ventanas sinuosas de los castillos de hielo; por los vértigos que sepeinan las alas preparándose para chocar de refilón y tienen el rizado de una tarde de primavera, que es el eco sin fin emboscado en un verso o en alguna parte de la frase de un libro; la queja de esa estrella de cuero de muchas toneladas, que un deseo de carácter insólito ha suspendido, a unos cientos de metros de una cadena que enlaza dos cimas sobre un pueblo de los Alpes Bajos: Moustiers-Sainte-Marie. Ese amor, nada me impedirá ver allí la verdadera panacea, por mucho que se la combate, se la desacredite, se haga mofa de ella con fines religiosos y otros. Dejando de lado todas las ideas falaces, insostenibles y de imposible redención, es posible precisamente a través del amor y sólo por él se realiza, en su grado más alto, la fusión de la existencia y la esencia; es sólo él quién viene a conciliar de golpe, en plena armonía y sin equívocos, esas dos nociones; mientras que fuera de él permanecen siempre inquietas y hostiles. Hablo, naturalmente, del amor que toma todo el poder, que se da toda la duración de la vida, que ciertamente no consiente en reconocer su objeto sino en un solo ser. Desde esa perspectiva, la experiencia, aunque haya sido adversa, no me ha enseñado nada. Para mí esa instancia ha sido siempre muy poderosa, sé que no renunciaré a ella sino sacrificando todo lo que me hace vivir. Uno de los mitos más poderosos me ata, sobre el cual ninguna negación aparente, en el contexto de mi aventura anterior, podría prevalecer. “Encontrar el lugar y la fórmula” se confunde con “poseer la verdad en un alma y en un cuerpo”. Esa aspiración suprema es suficiente para extender frente a ella el campo alegórico que quiere que todo ser humano haya sido arrojado en la vida en busca de un ser del otro sexo y que sólo uno sea su par en todos los sentidos, al punto que uno sin el otro aparezcan como el producto de la disociación, de la dislocación de un solo bloque de luz. Ese bloque, felices los que logran reconstituirlo. La atracción, por sí sola, no sabrá ser una guía segura. El amor, aun aquel del que hablo, debe luchar y poder jugarse también. En la jungla de la soledad, un luminoso gesto de apertura puede hacer creer en un paraíso. Pero ser el primero en denunciar el amor, es confesar que no se ha sabido estar a la altura de sus exigencias. No debería ser difícil el mantenerse una vez ahí: rearticulado el bloque, su estructura misma diluye todo factor de división; se caracteriza por tener la propiedad de que entre las partes que lo componen, existe una adherencia física y mental a toda prueba. Una concepción como ésta, si bien puede parecer incluso osada, reina más o menos explícitamente en las cartas de Eloísa, en el teatro de Shakespeare y de Ford, las cartas de la Monja portuguesa, en toda la obra de Novalis, e ilumina el hermoso libro de Tomás Ardí: jude l’obscure.
En el más amplio sentido, el amor no vive sino de reciprocidad, lo que no implica que sea necesariamente recíproco; un sentimiento bastante menor puede de paso, complacerse en su reflejo y hasta exaltarse un poco. Pero el amor recíproco es el único que condiciona el acoplamiento total, sobre el cual la prisa no existe y en el que la carne es sol y a la vez espléndida impronta de la carne; que el espíritu sea fuente permanente, inalterable y siempre viva, cuyas aguas se oriente de una vez por todas
(entre la caléndula y el tomillo) ."
"El órgano del amor humano resuena sobre el mar, su movimiento enteramente abstracto es devorado por la ciudad, por el sol de medianoche abriendo, aunque sea en un tugurio, las ventanas sinuosas de los castillos de hielo; por los vértigos que sepeinan las alas preparándose para chocar de refilón y tienen el rizado de una tarde de primavera, que es el eco sin fin emboscado en un verso o en alguna parte de la frase de un libro; la queja de esa estrella de cuero de muchas toneladas, que un deseo de carácter insólito ha suspendido, a unos cientos de metros de una cadena que enlaza dos cimas sobre un pueblo de los Alpes Bajos: Moustiers-Sainte-Marie. Ese amor, nada me impedirá ver allí la verdadera panacea, por mucho que se la combate, se la desacredite, se haga mofa de ella con fines religiosos y otros. Dejando de lado todas las ideas falaces, insostenibles y de imposible redención, es posible precisamente a través del amor y sólo por él se realiza, en su grado más alto, la fusión de la existencia y la esencia; es sólo él quién viene a conciliar de golpe, en plena armonía y sin equívocos, esas dos nociones; mientras que fuera de él permanecen siempre inquietas y hostiles. Hablo, naturalmente, del amor que toma todo el poder, que se da toda la duración de la vida, que ciertamente no consiente en reconocer su objeto sino en un solo ser. Desde esa perspectiva, la experiencia, aunque haya sido adversa, no me ha enseñado nada. Para mí esa instancia ha sido siempre muy poderosa, sé que no renunciaré a ella sino sacrificando todo lo que me hace vivir. Uno de los mitos más poderosos me ata, sobre el cual ninguna negación aparente, en el contexto de mi aventura anterior, podría prevalecer. “Encontrar el lugar y la fórmula” se confunde con “poseer la verdad en un alma y en un cuerpo”. Esa aspiración suprema es suficiente para extender frente a ella el campo alegórico que quiere que todo ser humano haya sido arrojado en la vida en busca de un ser del otro sexo y que sólo uno sea su par en todos los sentidos, al punto que uno sin el otro aparezcan como el producto de la disociación, de la dislocación de un solo bloque de luz. Ese bloque, felices los que logran reconstituirlo. La atracción, por sí sola, no sabrá ser una guía segura. El amor, aun aquel del que hablo, debe luchar y poder jugarse también. En la jungla de la soledad, un luminoso gesto de apertura puede hacer creer en un paraíso. Pero ser el primero en denunciar el amor, es confesar que no se ha sabido estar a la altura de sus exigencias. No debería ser difícil el mantenerse una vez ahí: rearticulado el bloque, su estructura misma diluye todo factor de división; se caracteriza por tener la propiedad de que entre las partes que lo componen, existe una adherencia física y mental a toda prueba. Una concepción como ésta, si bien puede parecer incluso osada, reina más o menos explícitamente en las cartas de Eloísa, en el teatro de Shakespeare y de Ford, las cartas de la Monja portuguesa, en toda la obra de Novalis, e ilumina el hermoso libro de Tomás Ardí: jude l’obscure.
En el más amplio sentido, el amor no vive sino de reciprocidad, lo que no implica que sea necesariamente recíproco; un sentimiento bastante menor puede de paso, complacerse en su reflejo y hasta exaltarse un poco. Pero el amor recíproco es el único que condiciona el acoplamiento total, sobre el cual la prisa no existe y en el que la carne es sol y a la vez espléndida impronta de la carne; que el espíritu sea fuente permanente, inalterable y siempre viva, cuyas aguas se oriente de una vez por todas
(entre la caléndula y el tomillo) ."