Ergo iocus

De percepciones personales de una realidad multiforme

27.1.04

El azar acecha


Qué suerte la mía. Es impresionante cuanta coincidencia vaga por allí, sola y sin atención. Y sí, la coincidencia tal vez realmente exista como un ente apartado y suspicaz. Una fuerza a la que sí le importamos aunque nosotros mismos pretendemos despojarla de importancia alguna. El gran juego de la conciencia existe y somos parte suya insalvablemente.

Justo al término de unos dos años y medio del azote total y ese sentimiento inquebrantable de ardidez carcomida que no nos deja ni un segundo, vagando de boca en boca y de sostén en sostén; de reven en reven y de pretexto en pretexto, fue que la conocí. Precisamente después de esos dos años y cacho de mi divagar y llorar, rabiar y golfear desde el repentino final de mi primera relación larga y la primera en una lista ya considerable de terribles desengaños amorosos y a como ocho horas de que la habían terminado a ella, coincidimos en un barecillo de aquellos de “dos por uno” y tardes inolvidables al sur de la ciudad, en la extensión natural de los salones de clase de una de esas universidades metropolitanas. Lloraba de una manera a momentos inquietante en el hombro de otro cuate que yo acababa de conocer y que se convertiría rápidamente en un gran carnal. Por mi parte, yo no contaba con compromiso alguno más que el de pasármela bien, lo mejor posible, y aguardar lo que fuera en el momento en el que pudiera suceder. Algo se movió dentro de mí al conocerla. En ese entonces aun me acompañaba ese sentimiento putrefacto de paternidad frustrada que me impulsaba a intentar “ayudar” a las personas, a “cuidarlas”… a hacerme chaquetas mentales mientras me sentía arrastrado por ellas al mero filo del abismo, a punto de sumergirme en éste sin remedio ni paracaídas. Acabamos abrazados en un largo beso. El estomago mío parecía una especie esponjada de boligoma y ambos reíamos a carcajadas y bailábamos como dos enamorados ante el inminente fin del mundo. Al principio no sospeché todo lo que se podía desencadenar si esto fructificara al estar observando a su mejor amiga realizar tremendos arrancones en su coche, casi atropellarme un par de veces, casi matarnos a todos otras tantas en pleno Churrubusco y chocar de manera violenta con una camioneta, arrancándole el espejo retrovisor a su carro frente a un judicial que corrió hacia nosotros con arma en mano, pensando que la habíamos violado o le queríamos hacer algo peor. Los celos lo pueden matar a uno. Es en serio.

A la mañana siguiente, algo me hizo hablarle con todo y todo (o tal vez precisamente por eso). A partir de allí, iniciaría una relación apasionada. Hacíamos el amor en todos lados y a cada rato. Hacíamos tod juntos. Al principio, nos la pasábamos bien. Poco a poco, empezaron a sucederse muchos episodios de marcado énfasis sadomasoquista que desde entonces he tratado de olvidar como una prueba fehaciente de mi decadencia personal oscurantista que indiscutiblemente, siempre quedará como parte de lo que soy o de lo que fui para ser lo que en este momento represento.

La amé en medio de reiterados intentos de su mejor amiga que tardó casi un año en salir del clóset por seducirla; de apasionados reencuentros de ella con su ex wuey en las fiestas menos indicadas a las que por azares del destino no asistía yo, pero que siempre estaban repletas de casi todos mis amigos; de amenazas y confrontaciones de otro de sus ex novios que la espiaba y le insistía que su primera vez tenía que ser con ella o con ninguna otra y que nos espantó más de una vez aventándole piedras a mi maravillosa Vorcholata… en fin, muchas aventuras malsanas y enfermas de las cuales solamente presento un botón. Desde luego, por mi parte y de manera equivalente, cometí varios errores y aun no lograba lidiar con esa terrible falta de autoestima que me había acompañado desde la más temprana adolescencia.

Como a los ocho meses de nuestra incomprensible relación, lleno de dudas y cuestionamientos, iniciaba con su ayuda una campaña por demás extraña (como todo lo demás en mi vida en aquellos momentos) para llegar a desempeñar el cargo de consejero alumno de nuestra facultad. Es verdad que jamás olvidaré (y lo digo de corazón) que la noche que ganamos, los únicos que me acompañaron en el festejo fueron no más que otro cuate que igualmente había ganado, un amigo mío que apoyó la campaña… y ella. Nada más. Así de triste y solitaria acabó aquella victoria en las urnas de marcada diferencia por encima de los que perdieron, y en una facultad de 9,000 alumnos. Ni siquiera estuvo mi compañero de planilla. Una amarga victoria más en mi vida. Es curioso que haya yo llegado a pensar que los verdaderos amigos son los que nos acompañan en los momentos felices. Me imagino que soy muy afortunado por haber contado con personas que jamás me hubiera imaginado en los momentos adversos. En estos, al menos estaba alguien… siempre.

Bueno, pues justo el hecho de mi incursión en la política universitaria en ese 1998, con muchas ganas y sin tantas frustraciones que hoy en día comparto con tantos exhuelguistas, fue uno de los valdes de agua fría que derritió aquella “caliente” relación.

Y aquí entra en escena el azar. Justo en esa época me había yo vuelto a topar a un personaje malsano del círculo antrero de la ciudad. Resulta que años atrás, en la universidad de uno de mis mejores amigos, la chava más guapa y deslumbrante de su salón (desde luego de la carrera de comunicaciones) se hacía acompañar de un novio mamonsísimo y mamadísimo que pasaba todas las tardes a recogerla en su megacarro y después del gimnasio. Como siempre traía aún puestos los guantes para hacer pesas y la faja protectora, se volvió casi instantáneamente acreedor al apodo de FORTICAMOTE. Los años pasaron y el nombrado Forticamote tuvo a bien aparecerse como uno más de los alumnos en mí facultad (él, de hecho, llevaba ya un año allí cuando entré yo). Al parecer, aún andaba con la deslumbrante Barbie de antaño.

Un día llegó mi entonces compañera de tormentos y me comentó que el mentado Forticamote se la había topado y le comentó que debido a que yo era consejero de la facultad, sería chido que lo apoyara en la adquisición de unos libros para la biblioteca. Mi oscuro pasado, desde luego que no se chupaba el dedo, pero como aún intentábamos salvar aquel barco encallado, fue y me comentó la anécdota en señal de buena fe. Asentí a encontrarme con el wuey y ver en qué se le podía echar la mano. El encuentro jamás se dio. En lugar de ello me los topé a los pocos días saliendo de un cineclub muy abrazaditos, al término de una función de Doberman a la que ella no pudo ir conmigo debido a razones múltiples, que en ese momento resultaban evidentes.

Algunos meses después, en su cuarto, llorando me platicó que la había embarazado. Que prácticamente la decisión de no tener al bebé la había tomado él, que ella estaba muy endeudada. Que el día de la operación, le dijo a sus jefes que iba al cine. Que el wuey la llevó y la abandonó en aquel hospital. Que no se supo más del pendejo hasta un mes después. Que jamás pagó lo que aseguró le iba a dar. Que no le importó cómo había salido todo… si estaba viva. De las paredes de su cuarto me atacaba un millar de fotos del temible Forti. Debajo de una, indicando con una flecha su cara, estaba escrito Doberman. Yo ya andaba en otros menesteres, pero nadie merece eso... nadie. La pobre aún no acababa de descolgar y tirar tanto retrato del ego maníaco aquel. Lo odié. Odié por primera vez en mi vida. Así, de manera profunda y real. No es fácil sentir desprecio. Y ya no me importa ser alivianado, aunque sí creo en la imposibilidad de juzgar a causa de desconocimiento de causas. Como dice Jodorowski, la única manera de comunicarse realmente con alguien (y por ende poder juzgar), es conocer su nacimiento, su niñez, su adolescencia, su edad madura, su edad avanzada, su muerte y, por qué no, su vida futura. No me importó.

El fin pasado, después de muchos años de haber abandonado ya la universidad, fuimos al ensayo de un carnal que anda con la mejor y tal vez única amiga (fuera de la Chascona, claro está) que tengo. Entré al cuartito angosto, de esos en los que apenas cabe la banda con sus instrumentos (quién sabe por qué son siempre así los cuartitos de ensayo) y ZAZ… el lirero es nada más y nada menos que el mentado y por demás mencionado Forticamote. Y allí estábamos. Yo real y honestamente enamorado, amando por primera vez a una mujer de esta manera tan total y completa. Aquella ex novia de ambos, según platican, terminando una maestría en Inglaterra, felizmente soltera. Y este wuey con otra Barbie a su lado.

Nos saludamos de abrazo y todo. Duramos allí tres rolas y lo que nos tomó salir corriendo.

Qué probabilidad… El azar acecha y existe y mis círculos es están cerrando de maneras insospechadas.

Mejor me regreso a mi cerro.

De miedos y honestidad

Últimamente hay dos cosas que rondan mi mente: la honestidad y el miedo. Siento que he fallado en ambas.

Me resulta impresionante el voltear y darme cuenta del hecho que toda mi vida, o casi, he tratado de llevarme bien con todo el mundo, de caerle bien a todos, así- de entrada. Ello es sin duda una tarea difícil. Igualmente esta tarea ha ido acompañada por la rareza mía en los entornos mexicanos en los que he estado envuelto. En primera instancia, porque los primeros quince años de mi vida ni siquiera había sido mexicano como tal: crecí en un sistema laico y no católico, socialista y no capitalista, de alfabeto cirílico y no latino. Y por si esto fuera poco, a los catorce años me encantaban los Dead Kennedys y no Timbiriche, y los Ramones y no Guns‘n’ Roses. Andaba rapado en lugar de engomado y desde siempre había preferido un buen slam a copa y cigarro en mano, pose de mamón y aburrimiento crónico. A temprana edad, claro está, le tuve que perder el miedo al ridículo.

Con el tiempo la necesidad de pertenencia a lo raro y extremadamente común que yo techaba de diferente se me fue quitando (afortunadamente). Es bonito cambiar primeras impresiones por personas de verdad, amistades de jarra y pacheca por cuates reales, así honestos y netos. Es muy enriquecedor.

Ahora: el miedo. Me parece terrible que desde el sexto de primaria haya sentido tanto miedo al rechazo social y la marginación arbitraria. Todo ello se me reveló en una ceremonia huichola en pleno Viricuta en el desierto de San Luís Potosí. La historia es la siguiente. Cuando yo iba en sexto primaria en un salón nuevo, con banda nueva (proveniente de otros cuatro salones que habían existido desde la preprimaria) tuve a bien compartir unos besos así, muy cachondos y de buen faje con la que se convertiría de repente en la oficial y de por vida: mi primera novia. El idilio este puberteto duró dos larguísimas semanas del fin de aquel año escolar… de finales de mayo a mediados de junio. En cuanto salimos de vacaciones, ella se fue el verano completo a casa de su papá quién vivía en Francia y yo por mi cuenta fui a visitar a mis abuelos (como todos los años) al mar, a Croacia. Pasaron muchos, demasiados días sin vernos. Igualmente desfilaron muchas, demasiadas muchachas de entre trece y dieciséis años aquel verano frente a mí. En septiembre resultaba tan larga y tan irremontable aquella distancia que de mi primera novia ya no quedaba más que el titulo. Y la gran bravura mía llegaba a tanta creatividad que lo único que se me ocurrió era dejar de hablarle.

El mundo era tan maravilloso y ancho, los días tan soleados y largos, había tantas chavas por todos lados que no había tiempo de pensar en algo tan banal e insignificante como los sentimientos de una mujer de catorce años. “Anduve” con una novia más (desde luego del mismo salón) y poco a poco llegó el invierno. Y con la nieve la ley de hielo. Ya para octubre no me hablaba ni una sola compañera de aquel nuevo salón mío. ¡Ni una! Al balde iban todas las palabras de mis queridísimos cuates (que de por sí no sumaban más de tres lo que no resentían el no quedar bien con las chavas) con quienes estudiaba en las mañanas y entrenaba waterpolo por las tardes y los fines de semana. El sol ya no salía en mi nuevo mundo. Llegué a tenerle un miedo espantoso a tan sólo ir a la escuela. El rechazo era rotundo y frontal: despiadado. Duró un año completo. Había olvidado este episodio tan importante, tan determinante.

Con los años, me preocupé mucho en hablarles bien a todos, en especial a las mujeres. Invitarlas, escucharles, estar allí para ellas en su mayoría y para ellos en casos especiales. Me convertí en una especie de amigo ejemplar: jovial y amable. El que jamás osaría enojarse ni reprochar nada, jamás.

Y me quedé muy solo. Tan solo que a veces le platicaba mis cosas nada más a mi guitarra o a la almohada, y eso solamente hasta cierto punto. Me quedaba dormido luego luego, y nunca he sido bueno para recordar esos sueños maravillosos que nos dan claves del subconsciente.

Lo malo es que no soportaba estar solo, ni a solas (cosa que se me ha quitado casi por completo). Reventaba casi a diario. Salía, tenía montones de “amigos”. Los reventones multiplicaban unos a otros. Y me sentía bien en compañía de los cuates con quienes los fines de semana actuaba unos soliloquios interminables que nos desdibujaban en medio de humo de cannabis y muchas botellas de licor. Era una maravillosa manera de estar solos, acompañándonos: cada uno en su esquina y cada uno en un viaje separado y solitario.

Y me gustaba. Al menos tenía la maravillosa certeza que nadie jamás iba a reprocharme nada, que nadie osaría externar opinión negativa alguna acerca de mi persona. Desde luego, existía un código implícito de no hacerlo yo por mi parte, tampoco.

Y pasaron los años. Pertenecíamos pues, unos a los otros, como los adornos le pertenecen a una vitrina vieja al pasar los años. Conocí mucha gente más. En el waterpolo, en la universidad, en las fiestas, los toquines, obras de teatro… Pero aquellos siempre serían mis cuates… mi banda. Tocábamos, reventábamos, íbamos al cine, discutíamos hasta el hartazgo de filosofía, de música y política. Y jamás discutí acerca de mí. Sonreía como estúpido ante todo y todos.

Un día se me acercó el que tal vez es mi mejor amigo. Ya me habían contado que embarazó a su chava, que decidieron no tenerlo, que se endeudó, que necesitaba dinero, que le pidió a mucha banda… que todo salió bien. Que todo había ya terminado. “¡¡No mames!!”, exclamé. Y se encabronó. Esperaba un sermón moralino, de aquellos terriblemente estúpidos e irreales. No dije nada más. No pude. Me desgarraba las entrañas y amenazaba con explotar en mi cabeza el hecho de sentir ese dolor único y terrible de no haber compartido, de no haber estado. Era esa la primera y gran demostración que no le era indispensable a nadie. O que la falta de honestidad se pagaba con desconfianza. O yo que sé...

Y esa ha sido la banda… mi banda que he defendido a ultranza contra todas las demás bandas y todos los demás cuates que he encontrado en el camino. En algún momento la alivianadez se confundió con el valemadrismo, la comodidad de la no confrontación se confundió con el respeto, la lejanía de corazón con compromisos en otros lados y otras vidas. Y nos heríamos unos a otros y el código de no intromisión y el ser tan (pero tan) alivianados nos impidió ejercer ese divino derecho que une a los buenos amigos: romperse la madre de una buena vez y luego invitarnos uno al otro un par de chelas.

Y luego crecimos. Y los caminos se fueron alejando más y más, realmente. Y nos queremos, de manera genuina. Lo sé y lo afirmo. Y sin embargo, el abrazo se ha vuelto amargo, lejano.

Hacía mucho que no nos veíamos. Ansiaba tanto verlos, al menos a tres o cuatro de ellos. Solían aparecerse en cada conversación que compartía, en cada rola, cada chela. Viajé a verlos, con tantas cosas por compartirles, por preguntarles. Y llegamos. Mucha gente… decenas. Mucho chupe, mucho ruido y mucha marihuana. Unos soneros jarochos ambientando el reven. Estaban todos, o casi. Era el examen profesional de un gran carnal. El gran carnal que hoy anda con la ex novia de su gran carnal también, y de mi mejor amigo. Y fue al segundo al que abracé con tanta añoranza y tanto deseo. Y su abrazo me pareció helado. No fui a su examen profesional. No pude, de veras, andaba en chinga, lo juro. Nos miramos con un cariño inmenso y no pudimos articular palabra alguna.

Otro gran cuate tuvo un choque tremendo, de aquellos que no se cuentan. Estuvo en terapia intensiva un poco más de 10 días. Escribíamos diario. Se le ayudo a los jefes organizando un gran reven cuyas ganancias se le entregaron para saldar una parte de las deudas contraídas. Estábamos muy consternados. Yo no pude ir al reven, aunque desde luego pasé la voz e intenté mantenerme lo más informado posible. No había visto a ese cuate desde un tiempo anterior al accidente. Abandonando aquel congelado abrazo y tanta historia atorada, me lo encontré en la mera entrada a la casa. Estaba yo tan trastornado y tan confundido que me acordé de lo que le había pasado solamente unos diez minutos después, cuando entre tanta cara desconocida y desfigurada por el alcohol o la mota, noté su bastón y constaté que hablaba con la Chascona acerca de un accidente… su accidente: el accidente.

No encajé de entrada. Me sentí fuera de lugar. Rodeado por extraños y amigos que de la nada me parecían igualmente ajenos. Algo estaba roto. Mi otro mejor amigo se casa por allí de marzo: en una playa. Iba a ir a invitarnos a todos, había hablado de rentar un camión, yo que sé. No llegó. Últimamente parece que ya nadie llega a nada. Aún creo tener dos grandes (mejores) amigos. La amistad, sin embargo, se está llenando de nuevas y mayores cláusulas.

Movido fin de semana, el pasado.

19.1.04

De batallas y búsquedas

Espero, busco, encuentro, abandono… espero de nuevo. Sin saber qué ni a quién. Viviendo.

Salgo frente a la casa. Una casa hermosa, color ladrillo, de esas que transpiran calor, que sueñan amor. Desde su chimenea se dibuja una tenue columna de humo gris claro que perfora el atardecer. El aire huele a frío. Frente a mí un panorama único e inigualable… mágico. Una Malinche nevada a la mitad. La montaña se ha puesto tranquila. Observa a sus faldas una ciudad de juguete. No se escucha nada más que el viento; que el silencio. La pirámide de Cholula me guiñe un ojo. Con las luces encendidas recuerda, impide el olvido. El cielo se pinta de una gama inconmesurable de colores que oscilan entre un amarillo blancusco hasta un morado oscuro. Los verdes se ven hermosos, los morados deslumbran. Los rosas…

Me arden las mejillas. Siento el aire frío que me abofetea, como de cariño. El cariño también duele. Muchas guerras desde que llegamos. Muchos cambios. Y crecí. Claro que tuve que crecer. Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte. Y yo no estoy muerto. Aún. Al menos así me lo hace sentir este viento. Siento. Lloro. Y río al unísono.

Hoy amo. Amo intensamente. De esa manera en la que se puede amar solamente sin razonarlo. Sin pensar en que está sucediendo… sin forzar la cotidianidad de ese amor.

Los días han pasado y ella, sigue aquí. Me derrotaron una y otra vez y ella, aguardó. Volvía con las entrañas despedazas, sin luz en los ojos… sin esperanza, y era ella el ser que me observaba comer, dormir… despertar de nuevo. Y despertar de nuevo a veces implicaba una duda enorme. De esas dudas que te carcomen los huesos, que no te dejan sonreír. Grité mucho. Ella también. No estaba consciente del monstruo que yacía dentro. No lo conocía. Lo ignoraba. Lo mantenía adormilado, escondido… perdido. ¡Qué maravilla el sentirse dichoso por haber logrado apaciguar los sentidos, humanizar a la bestia, lograr la resignación total ante el mundo! Que falso y que podrido sentirlo sin haber emprendido esa confrontación: esa madre de todas las guerras. La que hace vacilar hasta al más valiente. La que uno se hace a sí mismo. ¿Cómo apaciguar a la bestia si no se le ha conocido? ¿Cómo? Es difícil el camino hacia adentro. La introspección tortuosa. Pisar el pantano, embarrarse, desfigurarse en sí mismo. Descubrirse mierda y hacer el único válido juicio de valor: el que nos toca hacer a cada uno. Sin muletillas ni apoyo. Y sentirse derrotado, frustrado, asqueado… una porquería. Y tener el valor de no proyectar todo ese estiércol en otro, no desquitarse. Aguantar en medio del desierto propio. Traspasando esa temible ausencia de color, de sonido, de tacto. Reconocerse un neurótico inseguro, un personaje funesto, egoísta, en busca de una aprobación externa, un viajero espiritual sin bolas… un humano. Lo inquietante es que ello de vuelta sucede frente al otro. Sin el otro, tal vez no sucedería. Pero, entonces ¿sería válido el sentimiento? Somos seres sociales, por temporadas monógamos. Y si Bretón tenía razón, entonces sin una entrega total y completa, sin ese aventarse al abismo, no existe un encuentro con ese otro; la relación se vuelve estéril e inexistente. Si esa es la realidad, entonces la introspección frente a ese otro resulta válida. Porque hay entrega, porque se da el encuentro... porque empieza a importar.

Hubo una época en la que peleábamos mucho. El malestar se traducía en comentarios hirientes; los comentarios hirientes en gritos; los gritos en insultos… volaban cosas, se desorbitaban los ojos. Nos enfrentábamos como dos animales salvajes. De pelos erizados, pelando dientes y ladrando. Por un momento diminuto no había palabras, ni comunicación: nada más remotamente parecido a una comunicación. Se empacaban maletas, se huía.

Siempre volvimos. Sin explicación alguna, ni necesidad de una. La sensación de su cuerpo, de sus carnes tibias pegadas a las mías, de su aliento, sus rizos. Dudamos mucho. Nos matamos uno al otro innumerables veces. Eran sensaciones incontrolables, una ira que nacía en algún lugar del estómago y se apoderaba de todo el ser. Cegaba. Y no tenía explicación alguna aparente. Era lo más honesto y puro que había experimentado jamás. Lo más desenfrenado y real. Lo que realmente asusta. Y nos amamos entonces.

De esto ya hace mucho tiempo. El tiempo es relativo. Y esta vez coincidimos. Nos conocimos lo más negro y profundo, lo más asqueroso y terrible de cada uno. Y nos amamos entonces. De manera igualmente honesta. Y un día decidimos cambiar el juego. Empezar uno diferente. Un día decidimos dejar de dudar, proyectar, abandonar y abandonarnos, gritar y lastimar, lastimarnos. Su saliva en mis heridas putrefactas, como bálsamo. Mi caricia sobre su corazón gangrenado. Sus caireles sobre mi espalda quebrada. Como dos marionetas desgastadas y maltrechas, tiradas en un rincón oscuro y polvoriento. En medio de su propia y más profunda y maloliente verdad. Y nos amamos entonces.

Hoy, amanecimos juntos: mi boca en su cuello, sus pechos en mi cadera, mi pie en su lunar, sus nalgas en mi espalda, mis ojos en sus plantas de los pies. Hoy somos. Reímos. El aire frío sigue su camino y ella me abraza por detrás. Hoy amo. Desde adentro.

17.1.04

Es un día frío... terriblemente melancólico. Llueve. Y yo sueño.