El azar acecha
Qué suerte la mía. Es impresionante cuanta coincidencia vaga por allí, sola y sin atención. Y sí, la coincidencia tal vez realmente exista como un ente apartado y suspicaz. Una fuerza a la que sí le importamos aunque nosotros mismos pretendemos despojarla de importancia alguna. El gran juego de la conciencia existe y somos parte suya insalvablemente.
Justo al término de unos dos años y medio del azote total y ese sentimiento inquebrantable de ardidez carcomida que no nos deja ni un segundo, vagando de boca en boca y de sostén en sostén; de reven en reven y de pretexto en pretexto, fue que la conocí. Precisamente después de esos dos años y cacho de mi divagar y llorar, rabiar y golfear desde el repentino final de mi primera relación larga y la primera en una lista ya considerable de terribles desengaños amorosos y a como ocho horas de que la habían terminado a ella, coincidimos en un barecillo de aquellos de “dos por uno” y tardes inolvidables al sur de la ciudad, en la extensión natural de los salones de clase de una de esas universidades metropolitanas. Lloraba de una manera a momentos inquietante en el hombro de otro cuate que yo acababa de conocer y que se convertiría rápidamente en un gran carnal. Por mi parte, yo no contaba con compromiso alguno más que el de pasármela bien, lo mejor posible, y aguardar lo que fuera en el momento en el que pudiera suceder. Algo se movió dentro de mí al conocerla. En ese entonces aun me acompañaba ese sentimiento putrefacto de paternidad frustrada que me impulsaba a intentar “ayudar” a las personas, a “cuidarlas”… a hacerme chaquetas mentales mientras me sentía arrastrado por ellas al mero filo del abismo, a punto de sumergirme en éste sin remedio ni paracaídas. Acabamos abrazados en un largo beso. El estomago mío parecía una especie esponjada de boligoma y ambos reíamos a carcajadas y bailábamos como dos enamorados ante el inminente fin del mundo. Al principio no sospeché todo lo que se podía desencadenar si esto fructificara al estar observando a su mejor amiga realizar tremendos arrancones en su coche, casi atropellarme un par de veces, casi matarnos a todos otras tantas en pleno Churrubusco y chocar de manera violenta con una camioneta, arrancándole el espejo retrovisor a su carro frente a un judicial que corrió hacia nosotros con arma en mano, pensando que la habíamos violado o le queríamos hacer algo peor. Los celos lo pueden matar a uno. Es en serio.
A la mañana siguiente, algo me hizo hablarle con todo y todo (o tal vez precisamente por eso). A partir de allí, iniciaría una relación apasionada. Hacíamos el amor en todos lados y a cada rato. Hacíamos tod juntos. Al principio, nos la pasábamos bien. Poco a poco, empezaron a sucederse muchos episodios de marcado énfasis sadomasoquista que desde entonces he tratado de olvidar como una prueba fehaciente de mi decadencia personal oscurantista que indiscutiblemente, siempre quedará como parte de lo que soy o de lo que fui para ser lo que en este momento represento.
La amé en medio de reiterados intentos de su mejor amiga que tardó casi un año en salir del clóset por seducirla; de apasionados reencuentros de ella con su ex wuey en las fiestas menos indicadas a las que por azares del destino no asistía yo, pero que siempre estaban repletas de casi todos mis amigos; de amenazas y confrontaciones de otro de sus ex novios que la espiaba y le insistía que su primera vez tenía que ser con ella o con ninguna otra y que nos espantó más de una vez aventándole piedras a mi maravillosa Vorcholata… en fin, muchas aventuras malsanas y enfermas de las cuales solamente presento un botón. Desde luego, por mi parte y de manera equivalente, cometí varios errores y aun no lograba lidiar con esa terrible falta de autoestima que me había acompañado desde la más temprana adolescencia.
Como a los ocho meses de nuestra incomprensible relación, lleno de dudas y cuestionamientos, iniciaba con su ayuda una campaña por demás extraña (como todo lo demás en mi vida en aquellos momentos) para llegar a desempeñar el cargo de consejero alumno de nuestra facultad. Es verdad que jamás olvidaré (y lo digo de corazón) que la noche que ganamos, los únicos que me acompañaron en el festejo fueron no más que otro cuate que igualmente había ganado, un amigo mío que apoyó la campaña… y ella. Nada más. Así de triste y solitaria acabó aquella victoria en las urnas de marcada diferencia por encima de los que perdieron, y en una facultad de 9,000 alumnos. Ni siquiera estuvo mi compañero de planilla. Una amarga victoria más en mi vida. Es curioso que haya yo llegado a pensar que los verdaderos amigos son los que nos acompañan en los momentos felices. Me imagino que soy muy afortunado por haber contado con personas que jamás me hubiera imaginado en los momentos adversos. En estos, al menos estaba alguien… siempre.
Bueno, pues justo el hecho de mi incursión en la política universitaria en ese 1998, con muchas ganas y sin tantas frustraciones que hoy en día comparto con tantos exhuelguistas, fue uno de los valdes de agua fría que derritió aquella “caliente” relación.
Y aquí entra en escena el azar. Justo en esa época me había yo vuelto a topar a un personaje malsano del círculo antrero de la ciudad. Resulta que años atrás, en la universidad de uno de mis mejores amigos, la chava más guapa y deslumbrante de su salón (desde luego de la carrera de comunicaciones) se hacía acompañar de un novio mamonsísimo y mamadísimo que pasaba todas las tardes a recogerla en su megacarro y después del gimnasio. Como siempre traía aún puestos los guantes para hacer pesas y la faja protectora, se volvió casi instantáneamente acreedor al apodo de FORTICAMOTE. Los años pasaron y el nombrado Forticamote tuvo a bien aparecerse como uno más de los alumnos en mí facultad (él, de hecho, llevaba ya un año allí cuando entré yo). Al parecer, aún andaba con la deslumbrante Barbie de antaño.
Un día llegó mi entonces compañera de tormentos y me comentó que el mentado Forticamote se la había topado y le comentó que debido a que yo era consejero de la facultad, sería chido que lo apoyara en la adquisición de unos libros para la biblioteca. Mi oscuro pasado, desde luego que no se chupaba el dedo, pero como aún intentábamos salvar aquel barco encallado, fue y me comentó la anécdota en señal de buena fe. Asentí a encontrarme con el wuey y ver en qué se le podía echar la mano. El encuentro jamás se dio. En lugar de ello me los topé a los pocos días saliendo de un cineclub muy abrazaditos, al término de una función de Doberman a la que ella no pudo ir conmigo debido a razones múltiples, que en ese momento resultaban evidentes.
Algunos meses después, en su cuarto, llorando me platicó que la había embarazado. Que prácticamente la decisión de no tener al bebé la había tomado él, que ella estaba muy endeudada. Que el día de la operación, le dijo a sus jefes que iba al cine. Que el wuey la llevó y la abandonó en aquel hospital. Que no se supo más del pendejo hasta un mes después. Que jamás pagó lo que aseguró le iba a dar. Que no le importó cómo había salido todo… si estaba viva. De las paredes de su cuarto me atacaba un millar de fotos del temible Forti. Debajo de una, indicando con una flecha su cara, estaba escrito Doberman. Yo ya andaba en otros menesteres, pero nadie merece eso... nadie. La pobre aún no acababa de descolgar y tirar tanto retrato del ego maníaco aquel. Lo odié. Odié por primera vez en mi vida. Así, de manera profunda y real. No es fácil sentir desprecio. Y ya no me importa ser alivianado, aunque sí creo en la imposibilidad de juzgar a causa de desconocimiento de causas. Como dice Jodorowski, la única manera de comunicarse realmente con alguien (y por ende poder juzgar), es conocer su nacimiento, su niñez, su adolescencia, su edad madura, su edad avanzada, su muerte y, por qué no, su vida futura. No me importó.
El fin pasado, después de muchos años de haber abandonado ya la universidad, fuimos al ensayo de un carnal que anda con la mejor y tal vez única amiga (fuera de la Chascona, claro está) que tengo. Entré al cuartito angosto, de esos en los que apenas cabe la banda con sus instrumentos (quién sabe por qué son siempre así los cuartitos de ensayo) y ZAZ… el lirero es nada más y nada menos que el mentado y por demás mencionado Forticamote. Y allí estábamos. Yo real y honestamente enamorado, amando por primera vez a una mujer de esta manera tan total y completa. Aquella ex novia de ambos, según platican, terminando una maestría en Inglaterra, felizmente soltera. Y este wuey con otra Barbie a su lado.
Nos saludamos de abrazo y todo. Duramos allí tres rolas y lo que nos tomó salir corriendo.
Qué probabilidad… El azar acecha y existe y mis círculos es están cerrando de maneras insospechadas.
Mejor me regreso a mi cerro.
Qué suerte la mía. Es impresionante cuanta coincidencia vaga por allí, sola y sin atención. Y sí, la coincidencia tal vez realmente exista como un ente apartado y suspicaz. Una fuerza a la que sí le importamos aunque nosotros mismos pretendemos despojarla de importancia alguna. El gran juego de la conciencia existe y somos parte suya insalvablemente.
Justo al término de unos dos años y medio del azote total y ese sentimiento inquebrantable de ardidez carcomida que no nos deja ni un segundo, vagando de boca en boca y de sostén en sostén; de reven en reven y de pretexto en pretexto, fue que la conocí. Precisamente después de esos dos años y cacho de mi divagar y llorar, rabiar y golfear desde el repentino final de mi primera relación larga y la primera en una lista ya considerable de terribles desengaños amorosos y a como ocho horas de que la habían terminado a ella, coincidimos en un barecillo de aquellos de “dos por uno” y tardes inolvidables al sur de la ciudad, en la extensión natural de los salones de clase de una de esas universidades metropolitanas. Lloraba de una manera a momentos inquietante en el hombro de otro cuate que yo acababa de conocer y que se convertiría rápidamente en un gran carnal. Por mi parte, yo no contaba con compromiso alguno más que el de pasármela bien, lo mejor posible, y aguardar lo que fuera en el momento en el que pudiera suceder. Algo se movió dentro de mí al conocerla. En ese entonces aun me acompañaba ese sentimiento putrefacto de paternidad frustrada que me impulsaba a intentar “ayudar” a las personas, a “cuidarlas”… a hacerme chaquetas mentales mientras me sentía arrastrado por ellas al mero filo del abismo, a punto de sumergirme en éste sin remedio ni paracaídas. Acabamos abrazados en un largo beso. El estomago mío parecía una especie esponjada de boligoma y ambos reíamos a carcajadas y bailábamos como dos enamorados ante el inminente fin del mundo. Al principio no sospeché todo lo que se podía desencadenar si esto fructificara al estar observando a su mejor amiga realizar tremendos arrancones en su coche, casi atropellarme un par de veces, casi matarnos a todos otras tantas en pleno Churrubusco y chocar de manera violenta con una camioneta, arrancándole el espejo retrovisor a su carro frente a un judicial que corrió hacia nosotros con arma en mano, pensando que la habíamos violado o le queríamos hacer algo peor. Los celos lo pueden matar a uno. Es en serio.
A la mañana siguiente, algo me hizo hablarle con todo y todo (o tal vez precisamente por eso). A partir de allí, iniciaría una relación apasionada. Hacíamos el amor en todos lados y a cada rato. Hacíamos tod juntos. Al principio, nos la pasábamos bien. Poco a poco, empezaron a sucederse muchos episodios de marcado énfasis sadomasoquista que desde entonces he tratado de olvidar como una prueba fehaciente de mi decadencia personal oscurantista que indiscutiblemente, siempre quedará como parte de lo que soy o de lo que fui para ser lo que en este momento represento.
La amé en medio de reiterados intentos de su mejor amiga que tardó casi un año en salir del clóset por seducirla; de apasionados reencuentros de ella con su ex wuey en las fiestas menos indicadas a las que por azares del destino no asistía yo, pero que siempre estaban repletas de casi todos mis amigos; de amenazas y confrontaciones de otro de sus ex novios que la espiaba y le insistía que su primera vez tenía que ser con ella o con ninguna otra y que nos espantó más de una vez aventándole piedras a mi maravillosa Vorcholata… en fin, muchas aventuras malsanas y enfermas de las cuales solamente presento un botón. Desde luego, por mi parte y de manera equivalente, cometí varios errores y aun no lograba lidiar con esa terrible falta de autoestima que me había acompañado desde la más temprana adolescencia.
Como a los ocho meses de nuestra incomprensible relación, lleno de dudas y cuestionamientos, iniciaba con su ayuda una campaña por demás extraña (como todo lo demás en mi vida en aquellos momentos) para llegar a desempeñar el cargo de consejero alumno de nuestra facultad. Es verdad que jamás olvidaré (y lo digo de corazón) que la noche que ganamos, los únicos que me acompañaron en el festejo fueron no más que otro cuate que igualmente había ganado, un amigo mío que apoyó la campaña… y ella. Nada más. Así de triste y solitaria acabó aquella victoria en las urnas de marcada diferencia por encima de los que perdieron, y en una facultad de 9,000 alumnos. Ni siquiera estuvo mi compañero de planilla. Una amarga victoria más en mi vida. Es curioso que haya yo llegado a pensar que los verdaderos amigos son los que nos acompañan en los momentos felices. Me imagino que soy muy afortunado por haber contado con personas que jamás me hubiera imaginado en los momentos adversos. En estos, al menos estaba alguien… siempre.
Bueno, pues justo el hecho de mi incursión en la política universitaria en ese 1998, con muchas ganas y sin tantas frustraciones que hoy en día comparto con tantos exhuelguistas, fue uno de los valdes de agua fría que derritió aquella “caliente” relación.
Y aquí entra en escena el azar. Justo en esa época me había yo vuelto a topar a un personaje malsano del círculo antrero de la ciudad. Resulta que años atrás, en la universidad de uno de mis mejores amigos, la chava más guapa y deslumbrante de su salón (desde luego de la carrera de comunicaciones) se hacía acompañar de un novio mamonsísimo y mamadísimo que pasaba todas las tardes a recogerla en su megacarro y después del gimnasio. Como siempre traía aún puestos los guantes para hacer pesas y la faja protectora, se volvió casi instantáneamente acreedor al apodo de FORTICAMOTE. Los años pasaron y el nombrado Forticamote tuvo a bien aparecerse como uno más de los alumnos en mí facultad (él, de hecho, llevaba ya un año allí cuando entré yo). Al parecer, aún andaba con la deslumbrante Barbie de antaño.
Un día llegó mi entonces compañera de tormentos y me comentó que el mentado Forticamote se la había topado y le comentó que debido a que yo era consejero de la facultad, sería chido que lo apoyara en la adquisición de unos libros para la biblioteca. Mi oscuro pasado, desde luego que no se chupaba el dedo, pero como aún intentábamos salvar aquel barco encallado, fue y me comentó la anécdota en señal de buena fe. Asentí a encontrarme con el wuey y ver en qué se le podía echar la mano. El encuentro jamás se dio. En lugar de ello me los topé a los pocos días saliendo de un cineclub muy abrazaditos, al término de una función de Doberman a la que ella no pudo ir conmigo debido a razones múltiples, que en ese momento resultaban evidentes.
Algunos meses después, en su cuarto, llorando me platicó que la había embarazado. Que prácticamente la decisión de no tener al bebé la había tomado él, que ella estaba muy endeudada. Que el día de la operación, le dijo a sus jefes que iba al cine. Que el wuey la llevó y la abandonó en aquel hospital. Que no se supo más del pendejo hasta un mes después. Que jamás pagó lo que aseguró le iba a dar. Que no le importó cómo había salido todo… si estaba viva. De las paredes de su cuarto me atacaba un millar de fotos del temible Forti. Debajo de una, indicando con una flecha su cara, estaba escrito Doberman. Yo ya andaba en otros menesteres, pero nadie merece eso... nadie. La pobre aún no acababa de descolgar y tirar tanto retrato del ego maníaco aquel. Lo odié. Odié por primera vez en mi vida. Así, de manera profunda y real. No es fácil sentir desprecio. Y ya no me importa ser alivianado, aunque sí creo en la imposibilidad de juzgar a causa de desconocimiento de causas. Como dice Jodorowski, la única manera de comunicarse realmente con alguien (y por ende poder juzgar), es conocer su nacimiento, su niñez, su adolescencia, su edad madura, su edad avanzada, su muerte y, por qué no, su vida futura. No me importó.
El fin pasado, después de muchos años de haber abandonado ya la universidad, fuimos al ensayo de un carnal que anda con la mejor y tal vez única amiga (fuera de la Chascona, claro está) que tengo. Entré al cuartito angosto, de esos en los que apenas cabe la banda con sus instrumentos (quién sabe por qué son siempre así los cuartitos de ensayo) y ZAZ… el lirero es nada más y nada menos que el mentado y por demás mencionado Forticamote. Y allí estábamos. Yo real y honestamente enamorado, amando por primera vez a una mujer de esta manera tan total y completa. Aquella ex novia de ambos, según platican, terminando una maestría en Inglaterra, felizmente soltera. Y este wuey con otra Barbie a su lado.
Nos saludamos de abrazo y todo. Duramos allí tres rolas y lo que nos tomó salir corriendo.
Qué probabilidad… El azar acecha y existe y mis círculos es están cerrando de maneras insospechadas.
Mejor me regreso a mi cerro.